Desde el nacimiento y durante toda su vida, al ser humano le tocará aprender una serie de códigos, palabras y frases, a través de la emisión de sonidos. El lenguaje y la forma de relacionarnos con otros estará influenciado por la familia, escuela, comunidad, país, entre otros. Aprendemos a nombrar objetos, a pronunciar nuestro nombre, a decir si sentimos hambre, frío o calor; pero, ¿encontramos las palabras que nos ayuden a expresar adecuadamente lo que sentimos cuando algo se atora en la garganta?
En muchas sociedades persiste la cultura de la “sumisión pasiva” la cual es aprehendida e internalizada desde el hogar y se refuerza en la escuela y comunidad. Generalmente la madre a través del lenguaje verbal y gestual, enseña a sus hijos el mismo rol aprendido por ella en la niñez: obedece, no discutas, cállate, lo cual va haciendo mella en su autoestima y confianza en sí misma, incapaz de tomar decisiones. La educación juega un importante rol para revertir esta situación.
La programación neuro-lingüística (PNL) parte del lenguaje ya que este determina nuestros pensamientos. El lenguaje nos ayuda a explicar la realidad, de allí el poder de las palabras. Richard Bandler y John Grinder sostienen que existe una conexión entre los procesos neurológicos, el lenguaje y los patrones de comportamiento que se aprenden a través de la experiencia.
La palabra hablada tiene un poder enorme y no nos damos cuenta de su importancia. Evitemos decirle a nuestros hijos palabras que disminuyan su valía y confianza en sí mismos. Las palabras y frases son una prolongación de nuestros pensamientos, por lo tanto comencemos a prestar atención a lo que nos decimos y le decimos a los demás. Si proferimos palabras negativas o limitadoras, cambiésmoslas. Recordemos que escogemos los pensamientos que son la base de nuestro diálogo interno.