La palabra destino puede significar muchas cosas, dependiendo del contexto en que se encuentre. Destino es un punto de llegada; también lo es el uso que le damos a un objeto. Pero no es en ese sentido lo que quiero tratar, me refiero a que cuando nacemos ya tenemos predeterminado la vida que nos tocará vivir. Algunos creyentes de la nueva era afirman que antes de nacer hacemos “pactos” donde decidimos de antemano a los padres y la familia donde creceremos, así como el país o lugar de nacimiento donde incorporaremos a nuestra vida una serie de experiencias que condicionarán la vida en esta existencia, necesaria para el crecimiento espirutual.
Algunas creencias esotéricas señalan que en la palma de la mano se encuentra el mapa de tu vida; hay quienes aseguran que nacen con una especie de “gps” innato (intuición) y son aquellos que se dejan llevar por las señales, interpretándolas: encontrarte a alguien que te retenga unos segundos, perder un tren, una llamada inesperada, puede en segundos definir el rumbo de una persona y cambiar su destino. La Virgen de Fátima en las revelaciones a los pastorcitos, manifestaba que la humanidad podría llegar a su fin de seguir tal como va, pero que con oración y penitencia podemos cambiar el rumbo de los acontecimientos. Por lo tanto, el destino se puede cambiar.
Existe un refrán popular que resume el destino predeterminado del hombre: “Quien nace para martillo, del cielo le caen los clavos”, pero este frase me produce un gran rechazo. ¿Dónde queda el libre albedrío? ¿Tienes que conformarte con lo que te toca, y no esforzarte en mejorar tus condiciones de vida? ¿Dónde quedan los sueños y las ganas de vivir tu propósito de vida? ¿Acaso pretendes permanecer tumbado en la cama, esperando que se acerque el final de tus días?